martes, 12 de junio de 2018

El televisor Quintrix, el Mundial y mi Papá


— National achica precio. Vea el Mundial en un TV color Quintrix de National de 24” a un precio increíble (S/. 799,900.00) —

Decía un comercial de televisores allá por el año 1982. Año que como siempre el Perú sufría los embates climáticos del “Fenómeno El Niño”, jugaba un mundial y mi papá recibía como parte de su salario unos Bonos de Reconstrucción emitidos por el Estado.

En aquella mañana, después de haber recibido nuestra infantil petición de comprar un televisor a colores y de meditarlo tanto, papá decidió comprarlo. Para tal acontecimiento, sacó sus ahorros del Banco de la Nación, juntó sus Bonos y nos anunció: Vamos a comprar el televisor a colores.

Una cómplice sonrisa entre mis hermanas, decían que papá había cedido al pedido de sus hijas, pero creo que el hecho de ver a Perú en el mundial fue más, y eso que mi papá era difícil de ceder y menos por un televisor. Después de transcendental decisión, fuimos a la tienda de electrodomésticos Importaciones Lima a comprarlo. Decidir el modelo y tamaño no fue difícil (habíamos visto su comercial y lo dábamos por nuestro): Quintrix de National y de 24”.

Ahora veremos las jugadas de Cueto, los pases de Uribe a Oblitas, los goles de La Rosa,  a color, me dijo. Pocas cosas emocionaban tanto a papá, entre ellas: ver a la selección jugar y más en un Mundial. Gracias al fútbol mis hermanas vieron sus telenovelas argentinas a color, mamá gozó de más tranquilidad (sus hijos estuvieron en casa entretenidos) y papá disfrutó de ver a la selección en el Mundial.

Aquel televisor acompañó nuestra niñez y adolescencia, disfrutamos de muchos momentos familiares, alegrías y penas de nuestra selección. Ahora que Perú vuelve a los mundiales, recuerdo con mucha nostalgia y alegría aquellos momentos. Gracias al fútbol pudimos ser más felices, más familia y más peruanos.

A la memoria de mi viejo.

© Por Alejandro Jáuregui.

viernes, 16 de marzo de 2018

Ciencia Social



La primera clase de Historia del quinto grado de primaria, del Colegio San Agustín de Iquitos, fue sorprendida por la siguiente pregunta:

— ¿Qué es la Historia? — interrogó el profesor.

En aquella mañana soleada del mes de abril de 1984, con nuestros escasos conocimientos, tratamos de responderla. Después de muchas intervenciones que no encontraron la aceptación del maestro, hubo una que llamó poderosamente mi atención:

Es una Ciencia Social que estudia al hombre — dijo Igor Calvo.

Aquella respuesta, fue la única que acertó.

— ¡Muy bien! Repite en voz alta, para todos tus compañeros — exclamó Aladino.

Aladino Ríos (nuestro profesor de Historia) tenía un método distinto de enseñanza: introducía el tema a estudiar, mediante el lanzamiento de una pregunta que diera lugar a un pequeño debate, que él moderaba. De esta manera despertaba nuestro interés en las cosas que nos rodeaban y de las que éramos, queramos o no, protagonistas. A modo de ampliación de la definición de Igor, Ríos nos indicó:

— El hombre como ente social; forma parte de un contexto histórico estudiado por la Historia, es decir, cada uno de ustedes con sus pequeños actos y obras, la están escribiendo — sentenció.

Creo que después de aquella definición, nuestro salón no volvió  a ser el mismo.

Acontecimientos como el traslado de Lima a Iquitos de sus padres, por motivos laborales, hicieron que Igor sea nuestro compañero de clases. Calvo siempre nos sorprendía con su visión más amplia de las materias que estudiábamos, contaba con opiniones certeras, que a menudo acertaban con las definiciones que esperaban nuestros maestros de las diferentes asignaturas. Hasta para el clásico acontecimiento religioso de primaria de nuestro colegio (La Primera Comunión), Igor se había adelantado, tal acontecimiento formaba parte de su pasado, un recuerdo para él.

El comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo, significaba para los agustinianos un acontecimiento especial. Nos preparamos durante un mes para tal ceremonia. Recuerdo aquella mañana de sábado, la misa tuvo mucho de solemne: concelebrada por toda la curia agustina loretana (Obispo incluido). Trajes eclesiásticos hechos de finas telas color púrpura; manteles con la impresión JHS impecablemente bordados, cubrían el altar; un cáliz de casi cuarenta centímetros, color oro, completaban la escenografía, similar a la coronación de algún reinado de la Edad Media. No solo había que alimentar el cuerpo y la mente, deberíamos alimentar el espíritu, se nos dijo.

Después de algunos años, en el curso de Filosofía de la secundaria, donde estudiábamos y tratábamos de responder, nuestras inmaduras interrogantes poco filosóficas y más mundanas, descubrí que; el método de Aladino Ríos, y que nos había marcado; se denominaba Método Aristotélico, en honor a un tal Aristóteles. Con aquel método, nuestro profesor intentaba que sus alumnos obtengan el conocimiento a través de la observación de las causas, por medio de la deducción. 

El método deductivo (científico) postula que: la conclusión se encuentra implícita dentro las premisas, es decir, las conclusiones son una consecuencia necesaria de ellas. Aristóteles postulaba que: cuando las premisas resultan verdaderas y el razonamiento deductivo tiene validez, no hay forma de que la conclusión no lo sea.

En mis estudios posteriores de Ciencias Sociales en la Universidad, la definición de Igor, se convirtió en un grato recuerdo de nuestras clases de Historia del Colegio.

— ¿Será ciencia la Historia? — dijo Mabel Martínez.

Para poder responder la pregunta de Martínez (profesora de Ciencias Sociales), mi clase de los primeros semestres universitarios tuvo que definir; en primer lugar, el concepto de Ciencia. Al no encontrar respuestas certeras, Mabel exclamó:

— Si la Historia es Ciencia, debería obedecer las leyes que la gobiernan, como las matemáticas, por ejemplo — exclamó.

Después de muchas disertaciones y estudio de teorías, concluimos: La Historia es una Ciencia Social, gobernada por la periodicidad de fenómenos sociales (leyes), como las revoluciones. Transcurridas algunas clases que eran amenas e interesantes, donde disertábamos teorías, encontré la de la Escuela Historicista Alemana de Economía. Aquella escuela de alcance intercontinental, fue para mí, esencial en estos años. Su pensamiento histórico-económico argumentaba que: Las variables cultura y economía están interrelacionadas en el espacio-tiempo; por lo tanto, su estudio debería estar cimentada sobre esta interdependencia, y que la Historia es la principal fuente de conocimiento sobre las acciones humanas.

La aplicación de estas teorías a los acontecimientos que sucedían en el mundo de los años 90; trataron de responderme muchas interrogantes, como lo había hecho Igor Calvo muchos años atrás. Desde esa histórica mañana de 1984, nuestras  vidas y obras se vienen escribiendo a través de la Historia, tal como trata de hacerlo esta crónica.


A Mabel “La che” Martínez, la última argentinizada.

© Por Alejandro Jáuregui.

viernes, 9 de marzo de 2018

Mi amigo Pocho


Era un hombre calvo, gordo y de vestir elegante (clásico terno). Poseía un gran carisma, con dos dientes incisivos (centrales superiores) prominentes, al igual que los de Bugs Bunny, cara de buena gente, parecía un abuelo bonachón. Detrás de su escritorio de conducción, que compartía con sus co-conductores, y recibía a sus invitados, estaba su sillón de cuero negro que albergaba su gruesa figura. Siempre mostraba una sonrisa eterna, sobre todo, a la hora de sus clásicos segmentos de polémica. Recuerdo oírlo decir:

— Donde se hace deporte, ahí está “Gigante Deportivo” —

Era la clásica frase de Carlos Alfonso Rospigliosi Rivarola (Pocho), que justificaba las coberturas de diferentes deportes, en especial el fútbol, en su maratónico programa de televisión.

El programa de Pocho (“Gigante Deportivo”), era transmitido por la emisora de televisión Panamericana, los sábados y domingos en horario de 12:00 m. a 4:00 p. m., en los años 80. Por sus presentaciones de las diferentes ligas de fútbol del mundo, el programa de Rospigliosi, se convirtió en mi favorito y la de muchos de mi generación. Aquel horario pronto adquirió las características de una reunión de amigos, donde Pocho era el gran anfitrión y los televidentes sus invitados.

Al inicio de cada segmento, Pocho solía lanzar un tema de debate, donde co-conductores y televidentes (vía teléfono) opinaban. Recuerdo algunas:

— ¿El director técnico de la selección peruana debe ser, peruano o extranjero? —

Según las llamadas, algunos pedían a un peruano; yo entre ellos, otros a un extranjero. Para mi inocente mentalidad infantil, el profesionalismo y el amor al lugar donde naciste, eran innegociables. La idea de ganarle al país donde naciste, era inconcebible para mí. Me preguntaba:

— ¿Cómo haría un director técnico extranjero, al enfrentar a su país? —

Al crecer pude contestarme esa vieja pregunta, a la que Pocho, mucho antes me lo había planteado: profesionalismo y dinero. Muchos de sus temas, sembraron en mí, una simpatía especial por él  y el programa en una reunión entre amigos.

— ¿El gol de Franco Navarro, fue de punta? —

Para los que no han jugado al fútbol, esta pregunta podría ser trivial, se respondería: un gol es un gol, ya sea de punta o de cualquier parte lícita que permita el reglamento, pero para Pocho no lo era. El tema era perfectamente debatible:

— Fue de “cachetada”—, concluyó.

Al ver, varias veces, las repeticiones de la jugada. El hermoso gol de Navarro se convirtió por muchos años, en un grato recuerdo: victoria 2-1 en Santiago de Chile. La jugada antes dicha, perteneció a un partido jugado un 24 de febrero de 1985 frente a nuestro clásico rival.

Las dificultades existentes en la época: telecomunicaciones; no existía Internet, y economía; existía hiperinflación, nunca fueron obstáculos para él. Rospigliosi siempre se agenciaba para mostrarnos resúmenes de las ligas: española; con Maradona, italiana; con Platini, e inglesa; con Lineker, los cuales eran vistos por sus televidentes en calidad de primicia, pero el tema principal del programa lo constituía, la selección peruana de fútbol.
Siempre me pregunté:

— ¿Cómo Pocho podía conseguir los videos que nos mostraba? —

En entrevistas a sus amigos y colegas, posteriores a su fallecimiento, descubrí que: los partidos que exhibía, eran grabados en cassettes (formato betamax) por amigos que vivían en diferentes países del mundo y enviados con algún viajero peruano con destino Lima. Pocho gozaba no solo de simpatía nacional, era amigo de todos.

Coleccionar era otra de las características de la su personalidad, nos mostraba suvenires de motivos futboleros que traía de sus viajes: banderines de Clubes;  de Champions League y Copa Libertadores; tickets de entrada a partidos, de Campeonatos Mundiales de España 82 y México 86; llaveros, pelotas y camisetas; de diferentes clubes, y países. 
   
La elección del tema: Silence and I. Sexto tema del álbum Eye in the Sky. The  Alan Parson Project. 1982, como cortina musical de “Gigante Deportivo”, despertó también en mí una curiosidad enorme por la música instrumental, en especial la de Parson, desde entonces sigo su trayectoria. Puedo decir que Pocho, no solo era amiguero, también gustaba de la buena música, teníamos los mismos gustos.

El futbol, pasión de multitudes, albergó en mí desde temprana edad, muchas amistades. La amistad con Pocho, al que me atrevo llamarlo amigo, fue una de ellas. Durante muchas tardes de sábados y domingos de mi niñez, nos reunimos Pocho y yo en “Gigante Deportivo”, era mi amigo.

A la hinchada peruana, sufrida y siempre fiel.

© Por Alejandro Jáuregui

lunes, 19 de febrero de 2018

jueves, 8 de febrero de 2018

El Ring del Estudio Bravo


— Hoy, gran Avant Premier del éxito taquillero mundial, ¡Rocky! Tres funciones: matinée, vermout y noche, véala solo en el Cine Excélsior —

Era el pregonar de los parlantes cónicos de baquelita gris; que llevaba en el techo un vetusto auto Toyota, en sus recorridos por las calles de Iquitos, en los años 80.

Una tarde de 1984, después de cumplir con las actividades de algún trabajo escolar, Luis Bravo nos reveló que tenía dos pares de guantes de boxeo, que después de muchos reparos, sus padres le habían regalado. Nos anunció: ¿Quién se atreve a noquear al Nuevo Rocky Balboa?

Inspirado en las películas de Sylvester Stallone, que había visto, Bravo había decido ser boxeador, se entrenaba todos los días con ejercicios extenuantes: saltos de soga, decenas de abdominales, golpes a la “pera y “saco”. Preparó sus músculos de pecho y abdomen como escudos contra los golpes de sus retadores; designación de otros, porque él siempre sería un eterno campeón.

Para proclamarse boxeador, que se precie de serlo, Luis debería usar: botas, pantalones de box y bata debidamente personalizada. Para las botas y los pantalones tuvo que hacer una gestión de envío especial desde Lima, a través de la tienda de deportes Luxor, que le demandaron tiempo y esfuerzo. Para la bata, no se le ocurrió mejor idea que acondicionar una que su madre había desechado,  la mandó recortar a su medida y a bordar su nombre en la espalda, el de boxeador.

Para su nombre boxístico, se encontró con la disyuntiva de elegir: Sugar Ray Bravo o Rocky Boy. El primero en honor al refinado estilo boxístico de Sugar Ray Leonard, que tanto admiraba y el segundo por la valentía sobrehumana de su héroe Rocky Balboa. Después de muchas cavilaciones, que a menudo lo desvelaban, se autoproclamó: Seré Rocky Boy para el Perú y el mundo.

El cinturón que siempre alzaría como trofeo de guerra, al final de sus peleas, lo confeccionó de una lámina de madera; que conformaba la contraplaca de un pedazo de triplay, que algún carpintero había olvidado en una refacción de su casa, le dio forma de un fajín con una hebilla de diseño especial: circular de diámetro similar a un disco de vinil de 45 rpm, donde se podía ver; el dibujo de la Diosa de La Victoria griega Nike, la inscripción CHAMPION (logo de  las bujías que su padre usaba en su camioneta Subaru color bronce) y el tallado en semicírculo de Boxing World Championship.

Sus entrenamientos, largos y prolongados, pronto dieron cuenta que: sus jabs, eran lentos; sus uppercuts, no tan contundentes; “ganchos” y “rectos”, carecían de instinto asesino. Tales deficiencias, que lo afligían, fue resuelta gracias a una de sus elucubraciones: la imitación de las leyendas del boxeo que presentaba el programa de televisión “El Rincón del Box”.  

El “Rincón del Box” era un programa que la emisora de televisión América, exhibía los sábados en horario de 8:00 p. m., conducido por Kike Pérez. En aquel clásico programa de box, se presentaban todos los boxeadores que Bravo emulaba en sus entrenamientos: Roberto “Mano de piedra” Durán, Sugar Ray Leonard, Michael Spink, Marvin Hagler, Thomas Hearns  y el peruano Orlando Romero. Las narraciones de estas, pertenecían al gran comentarista panameño Juan Carlos Tapia, al que Kike nunca les daba el crédito, y contenían un ingrediente especial: eran magistrales. Para Luis, el recuerdo de estas narraciones con acento centroamericano, le sonaban a marchas militares de sus batallas que solo existían en su mente. Frases de Tapia como:

— Le puso a trastabillar, casi le arranca la cabeza, lo desencuadernó, está mal, tiene las piernas de mantequilla, le pusieron a bailar la tirinana, le borró la sonrisa del rostro, enterró el pico, ese golpe le entró como una puñalada, es el reflejo de un muerto, es carne de presidio —

Se convirtieron, en las favoritas de los recreos del quinto grado de primaria del Colegio San Agustín de Iquitos y encontraron un terreno fértil para la increíble afición por el deporte del boxeo.

El lugar donde Rocky Boy libraría sus épicas peleas de box, se convirtió prontamente en un problema: inicialmente; decidió que su ring sería, la sala de su casa, cosa que no prosperó por la desaprobación enérgica de su madre, luego eligió; la esquina de su cuadra, cosa que tampoco dio fruto por la negativa de los vecinos, al considerar muy violento al deporte de las narices chatas, la canchita de fulbito del Club Tenis sería la solución de este contratiempo, pensó.

— ¡Qué cosa!, ¡No puede ser! — dijo el Señor Bravo (padre de Luis).

Al recibir la carta de queja de una socia, que solía ir a practicar sus golpes de revés con su raqueta Wilson, edición Gabriela Sabatini - US Open 1984, que vio como Rocky Boy había aniquilado a su insensato retador.

La Junta Directiva del Club Tenis de 1984, contaba como Vocal al Señor Bravo, quién tuvo que informar en algún Orden del Día: La prohibición de la práctica de box en todas las instalaciones del club por las constantes quejas que se recibieron.

En su incesante búsqueda del ring, se le vino a la mente algo que nadie había reparado: El Ring del Estudio Bravo. El despacho jurídico del Señor Bravo, era el ícono de su legado familiar, estirpe que solo admitía abogados, desde muchas décadas atrás. Sillas pintadas de negro, ordenadas como un cuadrilátero, constituían dicho despacho. Si las grandes peleas, de cobertura internacional, se realizaban en el Madison Square Garden de New York, Luis Bravo (Rocky Boy) tendría su Madison: El Ring del Estudio Bravo.

Gracias a la película Rocky y a nuestra amistad con Rocky Boy, el pugilismo fue adquiriendo una increíble afición en todo nuestro salón de clases, en los recreos comentábamos las peleas del programa de Kike. El boxeo llego a gozar de simpatías y antipatías en aquella época, algunas personas lo consideraban deporte y otras no, para mi madre y la de muchos de mis compañeros (incluida la señora de Bravo), el boxeo no lo era. Recuerdo sus frecuentes reprimendas:

— ¿Cómo te puede gustar ver a dos hombres en calzoncillos, pegarse las cuatro neuronas que tienen? ¡Aquí nada de box, ni “Rincón del Box”, ni nada! —

Muchas tardes de 1984 entre las 2:00 y 4:00 p. m. (hora de la siesta loretana de nuestros padres), el Ring del Estudio Bravo fue testigo de las peleas memorables de Rocky Boy y de sus imprudentes retadores, el cual fue mi triste caso.

A Gabriela Sabatini, por acercarme a la argentinidad y sus demás perlas.


© Por Alejandro Jáuregui.

miércoles, 24 de enero de 2018

viernes, 19 de enero de 2018

Las pobres también aman


Las pobres también aman, podría ser el título de una telenovela mexicana protagonizada por Lucía Méndez en los años 80 —

Los domingos de mi niñez eran especiales, era el último día que nos reuníamos con mis amigos en nuestra esquina después de un partido de fulbito a conversar sobre las cosas que nos pasaban. También era el día en que observaba un fenómeno especial: el desfile de mujeres cuyo empleo era ser  “Empleadas del Hogar” a las que de ahora en adelante las llamaré Nanis con especial cariño.

Las Nanis gozaban como único día libre, el último de la semana. Desde mi esquina las veía pasar a tomar los microbuses que las llevarían a los locales de bailes situados en el distrito de San Juan Bautista de Iquitos, campestre en esa época. Sus atuendos constaban siempre de zapatos calados de cuero sintético color negro, adornados en el empeine por una malla de hilo nylon con bolillas multicolores, donde ponían al descubierto sus pies: piel brillante por el cloro de la lejía que usaban en la limpieza de los pisos de las casas donde trabajaban y dedos deformados con uñas pintadas de color escarlata. Sus piernas lucían pantorrillas prominentes por los largos periodos de trabajo de pie, a las que parcialmente tapaban con faldas siempre de colores pasteles, el verde Nilo estampado de flores a la altura de la entrepierna era el de mayor frecuencia. Blusas colorinches con cuellos y mangas ajustables con listoncillos, cubrían sus pechos color cobre. Aretes, collares y pulseras de perlas de plástico completaban el atuendo. Sus pasos emanaban aromas de perfumes Yanbal que olían menos a flores y más a alcohol. En aquellos desfiles había algo que siempre capturó mi atención, la mirada: sus ojos contenían la esperanza del hallazgo de un bien siempre esquivo para ellas, el amor de algún hombre que volviera realidad quizá el sueño terrenal de Lucía Méndez en las telenovelas que devotamente veían.

En aquellos años, Marisol personificaba a todas aquellas mujeres que hoy me inspiran a escribir esta crónica. Mi Nani gustaba de leer los versos que yo escribía, se conmovía hasta el suspiro al leer mis pequeños poemas y relatos. Existía una especial conexión entre ella y yo. Para redimirse del recuerdo de algún amor frustrado, me pedía que escribiera versos a cambio de una propina, fue así que  a temprana edad me convertí en un escribidor profesional, un verdadero mercenario de tinta y papel. A cambio de la redacción de epístolas a sus familiares y amigos de su pueblo natal, Marisol me retribuía agasajándome con la preparación de sándwiches y refrescos que me gustaban. Al final de sus domingos, a modo de retribución por lo que escribía, me obsequiba decenas de revistas de historietas, suplementos dominicales, semanarios deportivos y cuentos de ediciones piratas a los que yo siempre retribuía con una sonrisa cómplice. 

No solo el talento histriónico de Lucía Méndez marcó un hito en mi niñez, sino su espectacular belleza, verla en horario estelar era como como ver el reverberar de un diamante en una noche estrellada. Novelas como Colorina, Tú o nadie, Mundos opuestos, Amor de nadie, eran las preferidas de las Nanis. De lunes a viernes las ocho de la noche era la hora del regreso de mis actividades recreativas y deportivas. Del club Tenis a mi casa había aproximadamente veinticinco cuadras y dos plazas (Sargento Lores y Veintiocho de Julio), durante este recorrido se escuchaban las cortinas musicales de las telenovelas de Lucía que emanaban las salas de las casas. Es por eso que muchas de estas cortinas musicales se convirtieron en los soundtracks de mi infancia.

Para llegar a ser un verdadero Caballero de los cuentos medievales de los que solo existían en mis sueños, tendría que tener una Dama a quién ofrendar mis proezas, mis grandes batallas de causas imposibles, mis quijotescos anhelos, sueños y deseos; para ello, Lucía Méndez encarnaría aquella Dulcinea del Toboso. Mi Dulcinea Lucía poseía una belleza natural. En la época que ella nació no existía tanta artificialeza, que hoy han devaluado tanto la belleza. Se nacía bella o no. A Lucía le escribiría los versos del alma límpida de un poeta, que yo soñaba ser.

Los locales de baile a las que acudían las Nanis eran siempre concurridos por personas de la clase proletaria, por sus aspectos se podían distinguir hombres cuyos oficios deberían ser; albañiles, choferes, mecánicos, pescadores, etc. A ritmo de las cumbias como; El Aguajal, La Colegiala, Trago Amargo, Golpe con Golpe, El Humo del Cigarrillo, Lágrima por Lágrima el amor libraría el más noble de sus trabajos: amar en tiempos de carencias económicas. Entre faldas y pantalones la ley del Magneto demostraba su cumplimiento. El amor y el desamor no eran ajenos para estas mujeres, pero si hay algo que pude constatar es que las pobres también aman.

— […] Y pensar que te dí mi cariño y mi amor fue solo para tí […] Recuerdo escucharlas a la salida de estos locales —

De esta manera se formaban parejas y futuras familias o de lo contrario la reminiscencia, la letra de una futura canción de cumbia. La esperanza del triunfo del amor y la vida terrenal de las protagonistas de sus telenovelas, siempre eran motivo de festejo, acompañados por brindis con cerveza: ¡por el amor o por el desamor!

Como en todas las historias, la mía tendría un final. Marisol tuvo que marcharse de mi lado por las leyes naturales de la vida, su partida no tuvo nada de poesía, más bien letra de canción de ritmo cumbiambero. Ya no habría más cómplices de nuestra historia literaria: el poeta y su lectora.

— ¿Quizá amaba y había encontrado el amor? —

Una tarde de diciembre de 1990 en mi casa se recibieron dos sobres, uno con destinatario el nombre de mi padre y el otro con el mío. Los sobres eran de partes de matrimonio, debidamente caligrafiadas. Saqué el documento: una pequeña misiva cayó lentamente al piso. Al recogerla pude leer:

Estimado pequeño Poeta
Ahora soy yo la que escribe
Y usted él que lee

¿Me concedería el honor de asistir a mi matrimonio?

Atentamente.
Su más devota y ferviente lectora.

Post Data.
Habrá sándwiches y refrescos que a usted tanto le gustan.

A Marisol, por acompañarme con ternura y amor en los largos y multicolores atardeceres de mi infancia.


© Por Alejandro Jáuregui.

miércoles, 17 de enero de 2018

La sempiterna revista El Gráfico

Nuestro Homenaje a la revista argentina El Gráfico. Franco Navarro será el último peruano en aparecer en su portada. El pasado martes se anunció la última edición impresa.

viernes, 12 de enero de 2018

“El Shicshi” y el estilo literario



— ¡Decirlo todo en poco, es de ingenioso! —

La clase de Lengua y Literatura de la maestra Hilda Sandoval era una de las más amenas del quinto grado de primaria del Colegio San Agustín de Iquitos, recuerdo como nos enseñaba las reglas de acentuación, los diptongos, los hiatos, la tildación diacrítica y su lúdico método de separación de las palabras en sílabas: aplaudiendo (una palma de manos por cada sílaba). Nos asignaba como tarea mensual la lectura de un cuento del escritor peruano Abraham Valdelomar y como nota final la redacción de uno, el mejor era publicado en el periódico mural del salón.

En aquellos años mis lecturas se limitaban a la sección de deportes del periódico La Republica que mi viejo compraba religiosamente todos los días, los cuentos de Edmundo de Amicis, y los domingos el clásico cuento semanal: El Súper Cholo del diario El Comercio.

En la última semana del mes de agosto de 1984, celebramos la “Semana Agustiniana”, en ella habían diferentes concursos: poesía, cuento, fotografía, pintura y creación musical. La maestra Hilda no encontró mejor manera de motivar nuestra creatividad, que premiar al autor del mejor cuento. Nos anunció: ¡Premio Especial al ganador del concurso de Cuentos!, motivado por el premio, diseñé rudimentariamente mi estilo literario ensayando textos, narrador omnisciente, narrador personaje, etc. Inspirado en las películas del cantante y actor español Joselito, redacté el borrador de mi primer cuento: El circo de Don Linolio.

— Yo escribiré: El Taquerillo, dijo “El Shicshi”

Si comparamos el cuento El Taquerillo (un personaje, tres párrafos en hoja de cuaderno escolar de la época), el mío tenía dos páginas en papel oficio, diez párrafos y seis personajes, un verdadero homenaje a la infantil grandilocuencia inútil. La obra de Miguel “El Shicshi”  era simple, sencilla y su belleza radicaba en su estructuración  (obertura, desenlace y final), narraba la experiencia de un alumno en un examen de Geografía y las consecuencias de hacer trampa.

“El Shicshi” era un chico cuyos principales intereses era caer bien a todos, jugar al futbol y pasarla bien, no se hacía problemas por nada y por nadie. Recuerdo muy bien su espíritu siempre festivo, su sonrisa socarrona y su admiración por Gustavo Cerati. Sus conversaciones describían miles  de aventuras en los microbuses que iban y venían de Punchana (distrito distante de Iquitos), y sus vivencias con amigas de otros colegios. Parecía un poco mayor que nosotros.

Mi interés por la escritura creativa había nacido por estos años, la poesía en especial, experimenté los efectos emocionales que producía en los lectores lo que escribía. Como dijo Mario Vargas Llosa: “Nada enriquece tanto los sentidos, la sensibilidad, los deseos humanos, como la lectura. Estoy completamente convencido de que una persona que lee, y que lee bien, disfruta muchísimo mejor de la vida, aunque también es una persona que tiene más problemas frente al mundo”.

Pasaron los días, nuestras ansias aumentaban: el final del concurso llegaba a su fin. La maestra Hilda y todo el salón  no podían esperar más. El cuento ganador sería, el que tenga el mejor estilo, rico en personajes y una historia inédita que atrapara al lector.

— Y el ganador es: “El Taquerillo” de Miguel Rodríguez, dijo la maestra —

Increíblemente “El Shicshi” había ganado, para envidia de muchos, incluido el que escribe. Sin darse cuenta no solo había escrito un cuento, lo había ganado y había escrito nuestra historia.

A Hilda Sandoval, por enseñarnos la bella aventura de escribir.


© Por Alejandro Jáuregui.