jueves, 16 de agosto de 2018
viernes, 3 de agosto de 2018
martes, 12 de junio de 2018
El televisor Quintrix, el Mundial y mi Papá
— National achica precio.
Vea el Mundial en un TV color Quintrix de National de 24” a un precio increíble
(S/. 799,900.00) —
Decía
un comercial de televisores allá por el año 1982. Año que como siempre el Perú
sufría los embates climáticos del “Fenómeno El Niño”, jugaba un mundial y mi
papá recibía como parte de su salario unos Bonos de Reconstrucción emitidos por
el Estado.
En
aquella mañana, después de haber recibido nuestra infantil petición de comprar
un televisor a colores y de meditarlo tanto, papá decidió comprarlo. Para tal
acontecimiento, sacó sus ahorros del Banco de la Nación, juntó sus Bonos y nos
anunció: Vamos a comprar el televisor a colores.
Una
cómplice sonrisa entre mis hermanas, decían que papá había cedido al pedido de
sus hijas, pero creo que el hecho de ver a Perú en el mundial fue más, y eso
que mi papá era difícil de ceder y menos por un televisor. Después de
transcendental decisión, fuimos a la tienda de electrodomésticos Importaciones
Lima a comprarlo. Decidir el modelo y tamaño no fue difícil (habíamos visto su comercial
y lo dábamos por nuestro): Quintrix de National y de 24”.
Ahora
veremos las jugadas de Cueto, los pases de Uribe a Oblitas, los goles de La
Rosa, a color, me dijo. Pocas cosas
emocionaban tanto a papá, entre ellas: ver a la selección jugar y más en un
Mundial. Gracias al fútbol mis hermanas vieron sus telenovelas argentinas a
color, mamá gozó de más tranquilidad (sus hijos estuvieron en casa
entretenidos) y papá disfrutó de ver a la selección en el Mundial.
Aquel
televisor acompañó nuestra niñez y adolescencia, disfrutamos de muchos momentos
familiares, alegrías y penas de nuestra selección. Ahora que Perú vuelve a los
mundiales, recuerdo con mucha nostalgia y alegría aquellos momentos. Gracias al
fútbol pudimos ser más felices, más familia y más peruanos.
A
la memoria de mi viejo.
©
Por Alejandro Jáuregui.
miércoles, 30 de mayo de 2018
viernes, 16 de marzo de 2018
Ciencia Social
La
primera clase de Historia del quinto grado de primaria, del Colegio San Agustín
de Iquitos, fue sorprendida por la siguiente pregunta:
— ¿Qué es la Historia? — interrogó el profesor.
En
aquella mañana soleada del mes de abril de 1984, con nuestros escasos
conocimientos, tratamos de responderla. Después
de muchas intervenciones que no encontraron la aceptación del maestro, hubo una
que llamó poderosamente mi atención:
—
Es una Ciencia Social que estudia al
hombre — dijo Igor Calvo.
Aquella
respuesta, fue la única que acertó.
—
¡Muy bien! Repite en voz alta, para todos
tus compañeros — exclamó Aladino.
Aladino
Ríos (nuestro profesor de Historia) tenía un método distinto de enseñanza: introducía
el tema a estudiar, mediante el lanzamiento de una pregunta que diera lugar a
un pequeño debate, que él moderaba. De esta manera despertaba nuestro interés
en las cosas que nos rodeaban y de las que éramos, queramos o no,
protagonistas. A modo de ampliación de la definición de Igor, Ríos nos indicó:
— El hombre como ente
social; forma parte de un contexto histórico estudiado por la Historia, es
decir, cada uno de ustedes con sus pequeños actos y obras, la están escribiendo
— sentenció.
Creo
que después de aquella definición, nuestro salón no volvió a ser el mismo.
Acontecimientos
como el traslado de Lima a Iquitos de sus padres, por motivos laborales,
hicieron que Igor sea nuestro compañero de clases. Calvo siempre nos sorprendía
con su visión más amplia de las materias que estudiábamos, contaba con opiniones
certeras, que a menudo acertaban con las definiciones que esperaban nuestros
maestros de las diferentes asignaturas. Hasta para el clásico acontecimiento
religioso de primaria de nuestro colegio (La Primera Comunión), Igor se había
adelantado, tal acontecimiento formaba parte de su pasado, un recuerdo para él.
El
comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo, significaba para los agustinianos
un acontecimiento especial. Nos preparamos durante un mes para tal ceremonia.
Recuerdo aquella mañana de sábado, la misa tuvo mucho de solemne: concelebrada
por toda la curia agustina loretana (Obispo incluido). Trajes eclesiásticos
hechos de finas telas color púrpura; manteles con la impresión JHS impecablemente
bordados, cubrían el altar; un cáliz de casi cuarenta centímetros, color oro,
completaban la escenografía, similar a la coronación de algún reinado de la
Edad Media. No solo había que alimentar el cuerpo y la mente, deberíamos
alimentar el espíritu, se nos dijo.
Después
de algunos años, en el curso de Filosofía de la secundaria, donde estudiábamos
y tratábamos de responder, nuestras inmaduras interrogantes poco filosóficas y
más mundanas, descubrí que; el método de Aladino Ríos, y que nos había marcado;
se denominaba Método Aristotélico, en honor a un tal Aristóteles. Con aquel
método, nuestro profesor intentaba que sus alumnos obtengan el conocimiento a
través de la observación de las causas, por medio de la deducción.
El
método deductivo (científico) postula que: la conclusión se encuentra implícita
dentro las premisas, es decir, las conclusiones son una consecuencia necesaria
de ellas. Aristóteles postulaba que: cuando las premisas resultan verdaderas y
el razonamiento deductivo tiene validez, no hay forma de que la conclusión no lo
sea.
En
mis estudios posteriores de Ciencias Sociales en la Universidad, la definición
de Igor, se convirtió en un grato recuerdo de nuestras clases de Historia del Colegio.
— ¿Será ciencia la
Historia? — dijo Mabel
Martínez.
Para
poder responder la pregunta de Martínez (profesora de Ciencias Sociales), mi
clase de los primeros semestres universitarios tuvo que definir; en primer
lugar, el concepto de Ciencia. Al no encontrar respuestas certeras, Mabel
exclamó:
— Si la Historia es Ciencia,
debería obedecer las leyes que la gobiernan, como las matemáticas, por ejemplo
— exclamó.
Después
de muchas disertaciones y estudio de teorías, concluimos: La Historia es una
Ciencia Social, gobernada por la periodicidad de fenómenos sociales (leyes),
como las revoluciones. Transcurridas algunas clases que eran amenas e
interesantes, donde disertábamos teorías, encontré la de la Escuela Historicista
Alemana de Economía. Aquella escuela de alcance intercontinental, fue para mí,
esencial en estos años. Su pensamiento histórico-económico argumentaba que: Las
variables cultura y economía están interrelacionadas en el espacio-tiempo; por
lo tanto, su estudio debería estar cimentada sobre esta interdependencia, y que
la Historia es la principal fuente de conocimiento sobre las acciones humanas.
La
aplicación de estas teorías a los acontecimientos que sucedían en el mundo de
los años 90; trataron de responderme muchas interrogantes, como lo había hecho
Igor Calvo muchos años atrás. Desde esa histórica mañana de 1984, nuestras vidas y obras se vienen escribiendo a través
de la Historia, tal como trata de hacerlo esta crónica.
A
Mabel “La che” Martínez, la última argentinizada.
©
Por Alejandro Jáuregui.
miércoles, 14 de marzo de 2018
viernes, 9 de marzo de 2018
Mi amigo Pocho
Era
un hombre calvo, gordo y de vestir elegante (clásico terno). Poseía un gran
carisma, con dos dientes incisivos (centrales superiores) prominentes, al igual
que los de Bugs Bunny, cara de buena gente, parecía un abuelo bonachón. Detrás de su escritorio de conducción,
que compartía con sus co-conductores, y recibía a sus invitados, estaba su
sillón de cuero negro que albergaba su gruesa figura. Siempre mostraba una
sonrisa eterna, sobre todo, a la hora de sus clásicos segmentos de polémica.
Recuerdo oírlo decir:
— Donde se hace deporte,
ahí está “Gigante Deportivo” —
Era
la clásica frase de Carlos Alfonso Rospigliosi Rivarola (Pocho), que
justificaba las coberturas de diferentes deportes, en especial el fútbol, en su
maratónico programa de televisión.
El
programa de Pocho (“Gigante Deportivo”), era transmitido por la emisora de
televisión Panamericana, los sábados y domingos en horario de 12:00 m. a 4:00
p. m., en los años 80. Por sus presentaciones de las diferentes ligas de fútbol
del mundo, el programa de Rospigliosi, se convirtió en mi favorito y la de
muchos de mi generación. Aquel horario pronto adquirió las características de
una reunión de amigos, donde Pocho era el gran anfitrión y los televidentes sus
invitados.
Al
inicio de cada segmento, Pocho solía lanzar un tema de debate, donde
co-conductores y televidentes (vía teléfono) opinaban. Recuerdo algunas:
— ¿El director técnico de
la selección peruana debe ser, peruano o extranjero? —
Según
las llamadas, algunos pedían a un peruano; yo entre ellos, otros a un
extranjero. Para mi inocente mentalidad infantil, el profesionalismo y el amor
al lugar donde naciste, eran innegociables. La idea de ganarle al país donde
naciste, era inconcebible para mí. Me preguntaba:
— ¿Cómo haría un director
técnico extranjero, al enfrentar a su país? —
Al
crecer pude contestarme esa vieja pregunta, a la que Pocho, mucho antes me lo
había planteado: profesionalismo y dinero. Muchos de sus temas, sembraron en mí,
una simpatía especial por él y el
programa en una reunión entre amigos.
— ¿El gol de Franco
Navarro, fue de punta? —
Para
los que no han jugado al fútbol, esta pregunta podría ser trivial, se
respondería: un gol es un gol, ya sea de punta o de cualquier parte lícita que
permita el reglamento, pero para Pocho no lo era. El tema era perfectamente
debatible:
— Fue de “cachetada”—, concluyó.
Al
ver, varias veces, las repeticiones de la jugada. El hermoso gol de Navarro se
convirtió por muchos años, en un grato recuerdo: victoria 2-1 en Santiago de
Chile. La jugada antes dicha, perteneció a un partido jugado un 24 de febrero
de 1985 frente a nuestro clásico rival.
Las
dificultades existentes en la época: telecomunicaciones; no existía Internet, y
economía; existía hiperinflación, nunca fueron obstáculos para él. Rospigliosi
siempre se agenciaba para mostrarnos resúmenes de las ligas: española; con
Maradona, italiana; con Platini, e inglesa; con Lineker, los cuales eran vistos
por sus televidentes en calidad de primicia, pero el tema principal del programa
lo constituía, la selección peruana de fútbol.
Siempre
me pregunté:
— ¿Cómo Pocho podía
conseguir los videos que nos mostraba? —
En
entrevistas a sus amigos y colegas, posteriores a su fallecimiento, descubrí
que: los partidos que exhibía, eran grabados en cassettes (formato betamax)
por amigos que vivían en diferentes países del mundo y enviados con algún
viajero peruano con destino Lima. Pocho gozaba no solo de simpatía nacional,
era amigo de todos.
Coleccionar
era otra de las características de la su personalidad, nos mostraba suvenires
de motivos futboleros que traía de sus viajes: banderines de Clubes; de Champions League y Copa Libertadores;
tickets de entrada a partidos, de Campeonatos Mundiales de España 82 y México
86; llaveros, pelotas y camisetas; de diferentes clubes, y países.
La
elección del tema: Silence and I. Sexto tema del álbum Eye in the Sky. The Alan Parson Project. 1982, como cortina
musical de “Gigante Deportivo”, despertó también en mí una curiosidad enorme
por la música instrumental, en especial la de Parson, desde entonces sigo su
trayectoria. Puedo decir que Pocho, no solo era amiguero, también gustaba de la
buena música, teníamos los mismos gustos.
El
futbol, pasión de multitudes, albergó en mí desde temprana edad, muchas
amistades. La amistad con Pocho, al que me atrevo llamarlo amigo, fue una de
ellas. Durante muchas tardes de sábados y domingos de mi niñez, nos reunimos Pocho
y yo en “Gigante Deportivo”, era mi amigo.
A
la hinchada peruana, sufrida y siempre fiel.
©
Por Alejandro Jáuregui
lunes, 19 de febrero de 2018
jueves, 8 de febrero de 2018
El Ring del Estudio Bravo
— Hoy, gran Avant Premier
del éxito taquillero mundial, ¡Rocky! Tres funciones: matinée, vermout y noche,
véala solo en el Cine Excélsior —
Era
el pregonar de los parlantes cónicos de baquelita gris; que llevaba en el techo
un vetusto auto Toyota, en sus recorridos por las calles de Iquitos, en los años
80.
Una
tarde de 1984, después de cumplir con las actividades de algún trabajo escolar,
Luis Bravo nos reveló que tenía dos pares de guantes de boxeo, que después de
muchos reparos, sus padres le habían regalado. Nos anunció: ¿Quién se atreve a
noquear al Nuevo Rocky Balboa?
Inspirado
en las películas de Sylvester Stallone, que había visto, Bravo había decido ser
boxeador, se entrenaba todos los días con ejercicios extenuantes: saltos de
soga, decenas de abdominales, golpes a la “pera y “saco”. Preparó sus músculos de
pecho y abdomen como escudos contra los golpes de sus retadores; designación de
otros, porque él siempre sería un eterno campeón.
Para
proclamarse boxeador, que se precie de serlo, Luis debería usar: botas,
pantalones de box y bata debidamente personalizada. Para las botas y los
pantalones tuvo que hacer una gestión de envío especial desde Lima, a través de
la tienda de deportes Luxor, que le demandaron tiempo y esfuerzo. Para la bata,
no se le ocurrió mejor idea que acondicionar una que su madre había desechado, la mandó recortar a su medida y a bordar su
nombre en la espalda, el de boxeador.
Para
su nombre boxístico, se encontró con la disyuntiva de elegir: Sugar Ray Bravo o
Rocky Boy. El primero en honor al refinado estilo boxístico de Sugar Ray
Leonard, que tanto admiraba y el segundo por la valentía sobrehumana de su
héroe Rocky Balboa. Después de muchas cavilaciones, que a menudo lo desvelaban,
se autoproclamó: Seré Rocky Boy para el Perú y el mundo.
El
cinturón que siempre alzaría como trofeo de guerra, al final de sus peleas, lo
confeccionó de una lámina de madera; que conformaba la contraplaca de un pedazo
de triplay, que algún carpintero había olvidado en una refacción de su casa, le
dio forma de un fajín con una hebilla de diseño especial: circular de diámetro
similar a un disco de vinil de 45 rpm, donde se podía ver; el dibujo de la Diosa
de La Victoria griega Nike, la inscripción CHAMPION
(logo de las bujías que su padre
usaba en su camioneta Subaru color bronce)
y el tallado en semicírculo de Boxing
World Championship.
Sus
entrenamientos, largos y prolongados, pronto dieron cuenta que: sus jabs, eran lentos; sus uppercuts, no tan
contundentes; “ganchos” y “rectos”, carecían de instinto asesino. Tales
deficiencias, que lo afligían, fue resuelta gracias a una de sus elucubraciones:
la imitación de las leyendas del boxeo que presentaba el programa de televisión
“El Rincón del Box”.
El
“Rincón del Box” era un programa que la emisora de televisión América, exhibía
los sábados en horario de 8:00 p. m., conducido por Kike Pérez. En aquel clásico
programa de box, se presentaban todos los boxeadores que Bravo emulaba en sus
entrenamientos: Roberto “Mano de piedra” Durán, Sugar Ray Leonard, Michael
Spink, Marvin Hagler, Thomas Hearns y el
peruano Orlando Romero. Las narraciones de estas, pertenecían al gran
comentarista panameño Juan Carlos Tapia, al que Kike nunca les daba el crédito,
y contenían un ingrediente especial: eran magistrales. Para Luis, el recuerdo
de estas narraciones con acento centroamericano, le sonaban a marchas militares
de sus batallas que solo existían en su mente. Frases de Tapia como:
— Le puso a trastabillar,
casi le arranca la cabeza, lo desencuadernó, está mal, tiene las piernas de
mantequilla, le pusieron a bailar la tirinana, le borró la sonrisa del rostro,
enterró el pico, ese golpe le entró como una puñalada, es el reflejo de un
muerto, es carne de presidio —
Se
convirtieron, en las favoritas de los recreos del quinto grado de primaria del Colegio
San Agustín de Iquitos y encontraron un terreno fértil para la increíble afición
por el deporte del boxeo.
El
lugar donde Rocky Boy libraría sus épicas peleas de box, se convirtió
prontamente en un problema: inicialmente; decidió que su ring sería, la sala de
su casa, cosa que no prosperó por la desaprobación enérgica de su madre, luego
eligió; la esquina de su cuadra, cosa que tampoco dio fruto por la negativa de
los vecinos, al considerar muy violento al deporte de las narices chatas, la
canchita de fulbito del Club Tenis sería la solución de este contratiempo,
pensó.
— ¡Qué cosa!, ¡No puede
ser! — dijo el Señor
Bravo (padre de Luis).
Al
recibir la carta de queja de una socia, que solía ir a practicar sus golpes de
revés con su raqueta Wilson, edición Gabriela Sabatini - US Open 1984, que vio como Rocky Boy había aniquilado a su
insensato retador.
La
Junta Directiva del Club Tenis de 1984, contaba como Vocal al Señor Bravo,
quién tuvo que informar en algún Orden del Día: La prohibición de la práctica
de box en todas las instalaciones del club por las constantes quejas que se
recibieron.
En
su incesante búsqueda del ring, se le vino a la mente algo que nadie había
reparado: El Ring del Estudio Bravo. El despacho jurídico del Señor Bravo, era
el ícono de su legado familiar, estirpe que solo admitía abogados, desde muchas
décadas atrás. Sillas pintadas de negro, ordenadas como un cuadrilátero,
constituían dicho despacho. Si las grandes peleas, de cobertura internacional,
se realizaban en el Madison Square Garden de New York, Luis Bravo (Rocky Boy) tendría su Madison: El Ring del
Estudio Bravo.
Gracias
a la película Rocky y a nuestra amistad con Rocky Boy, el pugilismo fue
adquiriendo una increíble afición en todo nuestro salón de clases, en los
recreos comentábamos las peleas del programa de Kike. El boxeo llego a gozar de
simpatías y antipatías en aquella época, algunas personas lo consideraban
deporte y otras no, para mi madre y la de muchos de mis compañeros (incluida la
señora de Bravo), el boxeo no lo era. Recuerdo sus frecuentes reprimendas:
— ¿Cómo te puede gustar
ver a dos hombres en calzoncillos, pegarse las cuatro neuronas que tienen?
¡Aquí nada de box, ni “Rincón del Box”, ni nada! —
Muchas
tardes de 1984 entre las 2:00 y 4:00 p. m. (hora de la siesta loretana de
nuestros padres), el Ring del Estudio Bravo fue testigo de las peleas
memorables de Rocky Boy y de sus imprudentes retadores, el cual fue mi triste
caso.
A
Gabriela Sabatini, por acercarme a la argentinidad y sus demás perlas.
©
Por Alejandro Jáuregui.
miércoles, 24 de enero de 2018
Coco, quizá la próxima ganadora del premio Oscar en su categoría.
viernes, 19 de enero de 2018
Las pobres también aman
Los domingos de mi niñez eran
especiales, era el último día que nos reuníamos con mis amigos en nuestra esquina
después de un partido de fulbito a conversar sobre las cosas que nos pasaban.
También era el día en que observaba un fenómeno especial: el desfile de mujeres
cuyo empleo era ser “Empleadas del Hogar”
a las que de ahora en adelante las llamaré Nanis con especial cariño.
Las Nanis gozaban como único día libre, el
último de la semana. Desde mi esquina las veía pasar a tomar los microbuses que
las llevarían a los locales de bailes situados en el distrito de San Juan
Bautista de Iquitos, campestre en esa época. Sus atuendos constaban siempre de
zapatos calados de cuero sintético color negro, adornados en el empeine por una
malla de hilo nylon con bolillas
multicolores, donde ponían al descubierto sus pies: piel brillante por el cloro
de la lejía que usaban en la limpieza de los pisos de las casas donde
trabajaban y dedos deformados con uñas pintadas de color escarlata. Sus piernas
lucían pantorrillas prominentes por los largos periodos de trabajo de pie, a
las que parcialmente tapaban con faldas siempre de colores pasteles, el verde Nilo
estampado de flores a la altura de la entrepierna era el de mayor frecuencia.
Blusas colorinches con cuellos y mangas ajustables con listoncillos, cubrían
sus pechos color cobre. Aretes, collares y pulseras de perlas de plástico completaban
el atuendo. Sus pasos emanaban aromas de perfumes Yanbal que olían menos a
flores y más a alcohol. En aquellos desfiles había algo que siempre capturó mi
atención, la mirada: sus ojos contenían la esperanza del hallazgo de un bien
siempre esquivo para ellas, el amor de algún hombre que volviera realidad quizá
el sueño terrenal de Lucía Méndez en las telenovelas que devotamente veían.
En aquellos años, Marisol personificaba
a todas aquellas mujeres que hoy me inspiran a escribir esta crónica. Mi Nani
gustaba de leer los versos que yo escribía, se conmovía hasta el suspiro al
leer mis pequeños poemas y relatos. Existía una especial conexión entre ella y
yo. Para redimirse del recuerdo de algún amor frustrado, me pedía que
escribiera versos a cambio de una propina, fue así que a temprana edad me convertí en un escribidor
profesional, un verdadero mercenario de tinta y papel. A cambio de la redacción
de epístolas a sus familiares y amigos de su pueblo natal, Marisol me retribuía
agasajándome con la preparación de sándwiches y refrescos que me gustaban. Al
final de sus domingos, a modo de retribución por lo que escribía, me obsequiba
decenas de revistas de historietas, suplementos dominicales, semanarios
deportivos y cuentos de ediciones piratas a los que yo siempre retribuía con
una sonrisa cómplice.
No solo el talento histriónico de Lucía
Méndez marcó un hito en mi niñez, sino su espectacular belleza, verla en
horario estelar era como como ver el reverberar de un diamante en una noche
estrellada. Novelas como Colorina, Tú o nadie, Mundos opuestos, Amor de nadie,
eran las preferidas de las Nanis. De lunes a viernes las ocho de la noche era
la hora del regreso de mis actividades recreativas y deportivas. Del club Tenis
a mi casa había aproximadamente veinticinco cuadras y dos plazas (Sargento
Lores y Veintiocho de Julio), durante este recorrido se escuchaban las cortinas
musicales de las telenovelas de Lucía que emanaban las salas de las casas. Es
por eso que muchas de estas cortinas musicales se convirtieron en los soundtracks de mi infancia.
Para llegar a ser un verdadero Caballero
de los cuentos medievales de los que solo existían en mis sueños, tendría que
tener una Dama a quién ofrendar mis proezas, mis grandes batallas de causas
imposibles, mis quijotescos anhelos, sueños y deseos; para ello, Lucía Méndez
encarnaría aquella Dulcinea del Toboso. Mi Dulcinea Lucía poseía una belleza
natural. En la época que ella nació no existía tanta artificialeza, que hoy han
devaluado tanto la belleza. Se nacía bella o no. A Lucía le escribiría los
versos del alma límpida de un poeta, que yo soñaba ser.
Los locales de baile a las que acudían
las Nanis eran siempre concurridos por personas de la clase proletaria, por sus
aspectos se podían distinguir hombres cuyos oficios deberían ser; albañiles, choferes,
mecánicos, pescadores, etc. A ritmo de las cumbias como; El Aguajal, La Colegiala, Trago Amargo, Golpe con Golpe, El Humo del
Cigarrillo, Lágrima por Lágrima el amor libraría el más noble de sus
trabajos: amar en tiempos de carencias económicas. Entre faldas y pantalones la
ley del Magneto demostraba su cumplimiento. El amor y el desamor no eran ajenos
para estas mujeres, pero si hay algo que pude constatar es que las pobres
también aman.
—
[…] Y pensar que te dí mi cariño y mi amor fue solo para tí […] Recuerdo
escucharlas a la salida de estos locales —
De esta manera se formaban parejas y
futuras familias o de lo contrario la reminiscencia, la letra de una futura
canción de cumbia. La esperanza del triunfo del amor y la vida terrenal de las
protagonistas de sus telenovelas, siempre eran motivo de festejo, acompañados
por brindis con cerveza: ¡por el amor o por el desamor!
Como en todas las historias, la mía
tendría un final. Marisol tuvo que marcharse de mi lado por las leyes naturales
de la vida, su partida no tuvo nada de poesía, más bien letra de canción de
ritmo cumbiambero. Ya no habría más cómplices de nuestra historia literaria: el
poeta y su lectora.
—
¿Quizá amaba y había encontrado el amor? —
Una tarde de diciembre de 1990 en mi
casa se recibieron dos sobres, uno con destinatario el nombre de mi padre y el
otro con el mío. Los sobres eran de partes de matrimonio, debidamente
caligrafiadas. Saqué el documento: una pequeña misiva cayó lentamente al piso.
Al recogerla pude leer:
Estimado
pequeño Poeta
Ahora
soy yo la que escribe
Y
usted él que lee
¿Me
concedería el honor de asistir a mi matrimonio?
Atentamente.
Su
más devota y ferviente lectora.
Post
Data.
Habrá
sándwiches y refrescos que a usted tanto le gustan.
A Marisol, por acompañarme con ternura y
amor en los largos y multicolores atardeceres de mi infancia.
© Por Alejandro Jáuregui.
miércoles, 17 de enero de 2018
La sempiterna revista El Gráfico
viernes, 12 de enero de 2018
“El Shicshi” y el estilo literario
La clase de Lengua y Literatura de la
maestra Hilda Sandoval era una de las más amenas del quinto grado de primaria
del Colegio San Agustín de Iquitos, recuerdo como nos enseñaba las reglas de
acentuación, los diptongos, los hiatos, la tildación diacrítica y su lúdico
método de separación de las palabras en sílabas: aplaudiendo (una palma de
manos por cada sílaba). Nos asignaba como tarea mensual la lectura de un cuento
del escritor peruano Abraham Valdelomar y como nota final la redacción de uno,
el mejor era publicado en el periódico mural del salón.
En aquellos años mis lecturas se
limitaban a la sección de deportes del periódico La Republica que mi viejo compraba religiosamente todos los días,
los cuentos de Edmundo de Amicis, y los domingos el clásico cuento semanal: El Súper Cholo del diario El Comercio.
En la última semana del mes de agosto de
1984, celebramos la “Semana Agustiniana”, en ella habían diferentes concursos:
poesía, cuento, fotografía, pintura y creación musical. La maestra Hilda no
encontró mejor manera de motivar nuestra creatividad, que premiar al autor del
mejor cuento. Nos anunció: ¡Premio Especial al ganador del concurso de Cuentos!,
motivado por el premio, diseñé rudimentariamente mi estilo literario ensayando
textos, narrador omnisciente, narrador personaje, etc. Inspirado en las
películas del cantante y actor español Joselito, redacté el borrador de mi
primer cuento: El circo de Don Linolio.
—
Yo escribiré: El Taquerillo, dijo “El Shicshi” —
Si comparamos el cuento El Taquerillo (un personaje, tres
párrafos en hoja de cuaderno escolar de la época), el mío tenía dos páginas en
papel oficio, diez párrafos y seis personajes, un verdadero homenaje a la infantil
grandilocuencia inútil. La obra de Miguel “El Shicshi” era simple, sencilla y su belleza radicaba en
su estructuración (obertura, desenlace y
final), narraba la experiencia de un alumno en un examen de Geografía y las
consecuencias de hacer trampa.
“El Shicshi” era un chico cuyos
principales intereses era caer bien a todos, jugar al futbol y pasarla bien, no
se hacía problemas por nada y por nadie. Recuerdo muy bien su espíritu siempre
festivo, su sonrisa socarrona y su admiración por Gustavo Cerati. Sus
conversaciones describían miles de
aventuras en los microbuses que iban y venían de Punchana (distrito distante de Iquitos), y sus vivencias con amigas
de otros colegios. Parecía un poco mayor que nosotros.
Mi interés por la escritura creativa
había nacido por estos años, la poesía en especial, experimenté los efectos
emocionales que producía en los lectores lo que escribía. Como dijo Mario
Vargas Llosa: “Nada enriquece tanto los sentidos, la sensibilidad, los deseos humanos,
como la lectura. Estoy completamente convencido de que una persona que lee, y
que lee bien, disfruta muchísimo mejor de la vida, aunque también es una
persona que tiene más problemas frente al mundo”.
Pasaron los días, nuestras ansias
aumentaban: el final del concurso llegaba a su fin. La maestra Hilda y todo el
salón no podían esperar más. El cuento
ganador sería, el que tenga el mejor estilo, rico en personajes y una historia
inédita que atrapara al lector.
—
Y el ganador es: “El Taquerillo” de Miguel Rodríguez, dijo la maestra —
Increíblemente “El Shicshi” había
ganado, para envidia de muchos, incluido el que escribe. Sin darse cuenta no solo había escrito
un cuento, lo había ganado y había escrito nuestra historia.
A Hilda Sandoval, por enseñarnos la
bella aventura de escribir.
© Por Alejandro Jáuregui.
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