Los domingos de mi niñez eran
especiales, era el último día que nos reuníamos con mis amigos en nuestra esquina
después de un partido de fulbito a conversar sobre las cosas que nos pasaban.
También era el día en que observaba un fenómeno especial: el desfile de mujeres
cuyo empleo era ser “Empleadas del Hogar”
a las que de ahora en adelante las llamaré Nanis con especial cariño.
Las Nanis gozaban como único día libre, el
último de la semana. Desde mi esquina las veía pasar a tomar los microbuses que
las llevarían a los locales de bailes situados en el distrito de San Juan
Bautista de Iquitos, campestre en esa época. Sus atuendos constaban siempre de
zapatos calados de cuero sintético color negro, adornados en el empeine por una
malla de hilo nylon con bolillas
multicolores, donde ponían al descubierto sus pies: piel brillante por el cloro
de la lejía que usaban en la limpieza de los pisos de las casas donde
trabajaban y dedos deformados con uñas pintadas de color escarlata. Sus piernas
lucían pantorrillas prominentes por los largos periodos de trabajo de pie, a
las que parcialmente tapaban con faldas siempre de colores pasteles, el verde Nilo
estampado de flores a la altura de la entrepierna era el de mayor frecuencia.
Blusas colorinches con cuellos y mangas ajustables con listoncillos, cubrían
sus pechos color cobre. Aretes, collares y pulseras de perlas de plástico completaban
el atuendo. Sus pasos emanaban aromas de perfumes Yanbal que olían menos a
flores y más a alcohol. En aquellos desfiles había algo que siempre capturó mi
atención, la mirada: sus ojos contenían la esperanza del hallazgo de un bien
siempre esquivo para ellas, el amor de algún hombre que volviera realidad quizá
el sueño terrenal de Lucía Méndez en las telenovelas que devotamente veían.
En aquellos años, Marisol personificaba
a todas aquellas mujeres que hoy me inspiran a escribir esta crónica. Mi Nani
gustaba de leer los versos que yo escribía, se conmovía hasta el suspiro al
leer mis pequeños poemas y relatos. Existía una especial conexión entre ella y
yo. Para redimirse del recuerdo de algún amor frustrado, me pedía que
escribiera versos a cambio de una propina, fue así que a temprana edad me convertí en un escribidor
profesional, un verdadero mercenario de tinta y papel. A cambio de la redacción
de epístolas a sus familiares y amigos de su pueblo natal, Marisol me retribuía
agasajándome con la preparación de sándwiches y refrescos que me gustaban. Al
final de sus domingos, a modo de retribución por lo que escribía, me obsequiba
decenas de revistas de historietas, suplementos dominicales, semanarios
deportivos y cuentos de ediciones piratas a los que yo siempre retribuía con
una sonrisa cómplice.
No solo el talento histriónico de Lucía
Méndez marcó un hito en mi niñez, sino su espectacular belleza, verla en
horario estelar era como como ver el reverberar de un diamante en una noche
estrellada. Novelas como Colorina, Tú o nadie, Mundos opuestos, Amor de nadie,
eran las preferidas de las Nanis. De lunes a viernes las ocho de la noche era
la hora del regreso de mis actividades recreativas y deportivas. Del club Tenis
a mi casa había aproximadamente veinticinco cuadras y dos plazas (Sargento
Lores y Veintiocho de Julio), durante este recorrido se escuchaban las cortinas
musicales de las telenovelas de Lucía que emanaban las salas de las casas. Es
por eso que muchas de estas cortinas musicales se convirtieron en los soundtracks de mi infancia.
Para llegar a ser un verdadero Caballero
de los cuentos medievales de los que solo existían en mis sueños, tendría que
tener una Dama a quién ofrendar mis proezas, mis grandes batallas de causas
imposibles, mis quijotescos anhelos, sueños y deseos; para ello, Lucía Méndez
encarnaría aquella Dulcinea del Toboso. Mi Dulcinea Lucía poseía una belleza
natural. En la época que ella nació no existía tanta artificialeza, que hoy han
devaluado tanto la belleza. Se nacía bella o no. A Lucía le escribiría los
versos del alma límpida de un poeta, que yo soñaba ser.
Los locales de baile a las que acudían
las Nanis eran siempre concurridos por personas de la clase proletaria, por sus
aspectos se podían distinguir hombres cuyos oficios deberían ser; albañiles, choferes,
mecánicos, pescadores, etc. A ritmo de las cumbias como; El Aguajal, La Colegiala, Trago Amargo, Golpe con Golpe, El Humo del
Cigarrillo, Lágrima por Lágrima el amor libraría el más noble de sus
trabajos: amar en tiempos de carencias económicas. Entre faldas y pantalones la
ley del Magneto demostraba su cumplimiento. El amor y el desamor no eran ajenos
para estas mujeres, pero si hay algo que pude constatar es que las pobres
también aman.
—
[…] Y pensar que te dí mi cariño y mi amor fue solo para tí […] Recuerdo
escucharlas a la salida de estos locales —
De esta manera se formaban parejas y
futuras familias o de lo contrario la reminiscencia, la letra de una futura
canción de cumbia. La esperanza del triunfo del amor y la vida terrenal de las
protagonistas de sus telenovelas, siempre eran motivo de festejo, acompañados
por brindis con cerveza: ¡por el amor o por el desamor!
Como en todas las historias, la mía
tendría un final. Marisol tuvo que marcharse de mi lado por las leyes naturales
de la vida, su partida no tuvo nada de poesía, más bien letra de canción de
ritmo cumbiambero. Ya no habría más cómplices de nuestra historia literaria: el
poeta y su lectora.
—
¿Quizá amaba y había encontrado el amor? —
Una tarde de diciembre de 1990 en mi
casa se recibieron dos sobres, uno con destinatario el nombre de mi padre y el
otro con el mío. Los sobres eran de partes de matrimonio, debidamente
caligrafiadas. Saqué el documento: una pequeña misiva cayó lentamente al piso.
Al recogerla pude leer:
Estimado
pequeño Poeta
Ahora
soy yo la que escribe
Y
usted él que lee
¿Me
concedería el honor de asistir a mi matrimonio?
Atentamente.
Su
más devota y ferviente lectora.
Post
Data.
Habrá
sándwiches y refrescos que a usted tanto le gustan.
A Marisol, por acompañarme con ternura y
amor en los largos y multicolores atardeceres de mi infancia.
© Por Alejandro Jáuregui.
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